sábado, 17 de julio de 2010

EL REY DE LOS CACHARRITOS


"Conijn Van Olland (Rey D'Olanda). Compañía: Orkater. Concepción e interpretación: Geert Lageveen. Leopold Witte. Beppe Costa. Dirección: Gijs de Lange. Música y sonidos: Beppe Costa. Iluminación: Stefan Dijkman. Madrid. Festival de Otoño. Teatro de la Abadía. 6-11-2001.

Darío Fo afirma que debería volver a escribirse la Historia de la humanidad desde la perspectiva de los perdedores. Las versiones de la Historia oficial son siempre las que les ha interesado ofrecer como verdad objetiva de los hechos a los que ganaron las contiendas. No hay oficio más controlado y censurado que el del historiador, porque su obra es la memoria oficial de un pueblo. Frente a estos grandes compendios históricos oficiales han seguido existiendo las leyendas, las canciones, los romances, todo ese material documental que rigurosamente se descalifica como infrahistoria, y en el que el aroma de la verdad ha seguido animando los labios que pronunciaban estas otras historias soterradas por los intereses de la oficialidad.
La compañía holandesa Orkater intenta con su espectáculo "Rey D'Olanda" dar voz y presencia escénica a la memoria de un personaje silenciado en su historia oficial, el de Luis Bonaparte, convertido en rey de los Países Bajos por su hermano el todopoderoso Napoleón. Según desgranan en su didáctico y diletante espectáculo, Luis Bonaparte fue un rey intruso que llegó a sentirse completamente "olandés" hasta el punto de enfrentarse política y militarmente a su hermano -el Emperador- en nombre de los derechos de un país independiente, como lo era su artificial y ortopédico reino holandés.
La forma en que Orkater realiza este homenaje a la memoria del rey silenciado, resulta liviana, irónica, narrativa, y deliberadamente poco dramática. Los tres actores protagonistas demuestran una buena calidad interpretativa en los pocos momentos que tienen oportunidad de lucirla en este "tutifruti" didáctico donde parece que todo vale y es oportuno para llevar a cabo su objetivo de recordar que Holanda tuvo un rey -en apariencia de pacotilla- y que, sin embargo, significó la modernización, centralización y unificación de aquellas tierras bajas.
El plano musical y sonoro parece ser la vía de trabajo elegida por la compañía para engarzar este espectáculo, paradójicamente sin ritmo, ni estructura. Doce instrumentos musicales repartidos por el espacio escénico, junto a una bañera, un perro de porcelana, máquinas de viento y máquinas de lluvia que podrían estar en un museo vanguardista, crean una apariencia de teatro nuevo, carente de dramaticidad alguna. No hay selección del material dramático expuesto, todo vale, todo está yuxtapuesto. El espectáculo podría durar una hora más o una hora menos sin que afecte a su meliflua totalidad. Se nota la usencia de una mano única de dramaturgo, que ponga orden y concierto en este batiburrillo de ocurrencias -tan brillantes como banales- que impiden que el espectador pueda digerir y disfrutar como un todo, del original e ineficaz trabajo de estos cómicos holandeses.

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