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viernes, 16 de julio de 2010

EL ARTISTA LUBRIFICADO


"Nada que contar”. De, dirigido e interpetado por Alberto Jiménez. Iluminación: Espacio escénico: Madrid. Sala El Canto de la Cabra. 9-6-2002.

Las propuestas escénicas de cierta entrecomillada vanguardia madrileña confunden la sinceridad que lleva en su médula cada proyecto creativo, con un naturalismo hiperrealista del que no se escapan nuestras excrecencias más privadas. Los excrementos bien es cierto que son un buen símbolo del combate moral que se celebra a diario en nuestras vidas, pero de ahí a que en sí mismos se conviertan en sustitutos del lenguaje, de la tesis, o del discurso de un trabajo escénico comprometido con su tiempo, hay una distancia.
Alberto Jiménez en su primera comparecencia como creador total, enfila las sendas del “teatro guarro” (cultivado por Rodrigo García, Carlos Marqueríe, o Angélica Liddel -ésta última, con gran humor y acierto-), aunque logra realizar una aportación más humanista que sus predecesores. El arte del actor consciente de su oficio sostiene esta propuesta escénica, donde el actor creador se somete a una especie de terapia dramática de sus miedos y sus fobias, e incluso de sus placeres prohibidos.
Jiménez conoce e intuye las claves de la naturaleza dramática desde adentro del escenario, y reflexiona y explora sus límites, en este curioso, intenso y ceremonial espectáculo, con pocos antecedentes en la escena madrileña.
Temas como la soledad, la incomunicación, o la xenofobia gravitan sobre este feliz experimento escénico. Pero, al mismo tiempo, la razón de representar, la fascinación que despierta el jodido teatro, los nervios antes de la función, y la naturaleza íntima y obsesiva del actor, dan carne a una estructura teatral resistente. Las canciones seleccionadas para el montaje son así mismo otro eficaz reflejo de las obsesiones privadas del oficiante.
La excelente técnica vocal e interpretativa de Jiménez logra transmitir al público una emoción prístina, nueva, como recién nacida. La incorporación de músicos magrebíes al espectáculo es otra definición de intenciones de su discurso, y aporta el momento más climático de la representación.
Quizás la única reserva que podría hacerse a esta vía teatro obsesivamente monopersonal, es si no estará poniendo en peligro una de las cualidades más valiosas del teatro: la de ser un arte capaz de nutrirse de diferentes creatividades para lograr un resultado final colectivo.

viernes, 9 de julio de 2010

RELOJ AVERIADO


"Trastornos. Diálogos”. De y dirigido por Carlos Sarrió. Reparto: Arsenio Jiménez. Antonio Sarrió. Begoña Crespo. Carlos Sarrió. Julio C. García. Espacio y vestuario: Pablo Almeida y Gonzalo Buznego. Madrid. Sala El Canto de la Cabra.

La compañía Cambaleo lleva veinte años trotando por los circuitos alternativos de este país, con un esfuerzo y una continuidad destacable, incluido el mérito de haber abierto su propia sala estable en Aranjuez, conocida como “La nave de Cambaleo”. Con “Trastornos. Diálogos”, de Carlos Sarrió, desemboca en los Veranos de la Villa de Madrid, en el sugestivo espacio al aire libre, que programa y gestiona la Sala El Canto de la Cabra en pleno corazón del barrio de Chueca.
Cambaleo demuestra una vocación por el teatro de ahora mismo, que reflexiona escénica y dramáticamente sobre lo que nos ocurre en nuestro mundo frenético y desaforado. La enfermedad es una buena metáfora de nuestro tiempo. En “Trastornos. Diálogos” cinco enfermos con desajustes y dolencias más mentales que físicas intentan imposiblemente dialogar entre ellos. La incomunicación de estos cinco seres desorbitados es el espejo deformante de la aparente cordura que nos domina. La falta de memoria, la angustia ante la muerte, el afán de disfrutar de la vida y sus placeres -a pesar de todo- son las manecillas de este reloj estropeado, que se oculta detrás de la representación.
Afortunadamente, lo que podría ser una especie de “leerle la cartilla” al Sistema, se transforma en una alegre proclama disparatada, que despierta las carcajadas del auditorio. Los intérpretes deambulan entre las falsas ventanas abiertas de este decorado teatral, que podría ser una casa de salud mental, o cualquier dispensario de la Seguridad Social. Hay un lejano tono escéptico y desvaído en el horizonte moral de este espectáculo.
El público que abarrota las gradas de este jardín cerrado -abierto para muchos- recompensó con sonoros aplausos a todos los integrantes de la compañía.

martes, 6 de julio de 2010

LA PESTE DE LOS SÍMBOLOS


"La fuerza de la costumbre". De Thomas Bernhard. Dirección: Juan Úbeda. Reparto: Elisa Gálvez. Pedro Rebollo. Miren Vidart. Giovanni Bosso. Juan Úbeda. Traducción: Miguel Sáenz. Asesoramiento musical: José Lomas. Iluminación: Pedro Fresneda y Juanjo García. Madrid. Sala El canto de la cabra. 7-7-2001.

El circo y la música son dos de los hermanos más próximos al mundo de la escena dramática. No hay teatro que no raye con estas dos hermosas artes escénicas de la emoción y el entretenimiento. El teatro añade a estas cualidades la virtud del pensamiento. La incorporación de la palabra a su lenguaje visual, convierte al teatro en el arte de la reflexion, el juicio y el debate moral. El autor austriaco Thomas Bernhard (se le conoce sobre todo como narrador, pensador y poeta) convoca en su obra teatral "La fuerza de la costumbre" este mundo de las ideas, sobre el telón de fondo del mundo circense, y apoyado en la acción de un ensayo de un quinteto musical de Schubert.Los ingredientes son extremadamente prometedores. Si a esto se suma el sugerente espacio en que se representa su obra en Madrid, (el "teatrino di verdura" al aire libre de la exquisita sala teatral El canto de la cabra,) las expectativas del público pueden ser muy estimulantes.
Bernhardt tiene un concepto del teatro poco aristotélico. La acción no prima sobre la reflexión, ni el conflicto toma carta de naturaleza en su obra. Todo se dice. Las frases, las advertencias, los jucios, las repeticiones poéticas priman más que el drama. Esta fórmula rítmica, simétrica y -a veces- gratuita del lenguaje, no termina de ajustarse con las necesidades vivas y temporales del escenario, ni con el de la configuración del carácter de los personajes. Tienen discursos autónomos; no interaccionan entre sí, lo que hace que el argumento, o la peripecia (habitual columna vertebral de la pieza dramática) no exista, lo que desorienta la comunicación con el público.
El discurso político de la obra resulta certero y "correctamente" crítico. El autor se ha encargado de poner sus opiniones en bocas de los personajes. No es el público el jurado que dictamina la sentencia. Todos están sentenciados por el autor mayestático, original y comprometido. Lo que la obra gana en profundidad de tesis, lo pierde el público en interés por la ausencia de dramaticidad.
El director ha dotado a la representación de potentes imágenes poéticas, ante un fonde de balas de paja, desfilan violonchelos, contrabajos y violines, que se exhiben bajo la cúpula vegetal del teatro, a los pies de un olivo. Un viejo piano cubierto de rábanos, es mucho más que un pestoso símbolo. Elisa Gálvez afronta un difícil reto interpretando a Caribaldi, el viejo director tirano del circo. Juan Úbeda da vida a un domador de leones, y -por obligación- pianista. Rebollo compone a un extravagante malabarista seductor y charlatán. Y Miren Vidart y Giovanni Bosso interpretan a la bailarina y al payaso.

sábado, 26 de junio de 2010

LAS PENAS DEL JOVEN PÚBLICO


"Werther (sombra)”. Cía. La República. Texto y dirección: Fernando Renjifo. Reparto: Alberto Núñez, David Picazo. Patricia Ruz. Música original: Rafael Muguruza. Madrid. Sala El canto de la cabra.

La Compañía madrileña La República presenta un montaje que lleva por título el nombre del protagonista de uno de los primeros héroes de Goethe, Werther, joven y apenado personaje ante los misterios del amor y de la vida. Se sabe que Goethe volcó en este texto algunas de sus obsesiones juveniles amorosas en Leipzig, donde llegó a enfermar prematuramente. Su recuperación fue lenta y sirvió para introducir al autor alemán en la mística y en la alquimia, que habría de conducirle a sus posteriores investigaciones científicas.
Resulta curiosa y sorprendente la capacidad de esta formación teatral de convertir parte del discurso del hombre de letras más grande de Alemania (y una de las personalidades más ricas y fértiles que ha dado la historia del ingenio y el conocimiento humano,) en una especie de adolescente zozobrado contemporáneo, que escribe un agobiante diario juvenil, plano, ingenuo, desorientado y sin el más mínimo interés literario. El responsable directo de esta lesa minimización parece ser el director del montaje, Fernando Renjifo que firma el nuevo texto que se presenta bajo el título “Werther (sombra)” en la madrileña sala El Canto de la Cabra. Para compensar la insustancialidad de sus palabras, el autor incorpora citas de Roland Barthes y del mismo Goethe, con la virtud de ningunear cualquiera de las voces que convoca en escena. No interesan al público. No contienen semilla dramática, no sucede en escena nada de la complejidad o el interés suficiente como para llamarle arte teatral.
El pedante y vacuo espectaculito tiene a su favor dos intérpretes masculinos con capacidad para la sugestión del auditorio con su voz y su presencia, y una bailarina con alma contenida en el rostro tenue. Lástima que su talento no pueda apreciarse en otros proyectos de mayor enjundia artística, que esta cursilería aburrida, narcisista y prescindible que actualmente representan.

miércoles, 23 de junio de 2010

LA INTERROGACIÓN HUMANA


"Esperando a Godot”. De Samuel Beckett. Dirección: Jonathan Young. Juan López Berzal. Reparto: Jorge Padín. Juan Monedero. Ángel Simón. Juan López Berzal. Kike Martín. Espacio escénico: Elena González. Vestuario: Elena Revuelta y Marta Vega. Iluminación: Baltasar Patiño. Madrid. Sala El Canto de la cabra.

Afrontar el montaje de la obra que mejor representa el espíritu del finado S. XX -como “Esperando a Godot”- es un acto de valentía, y un oportuno recordatorio de que la vanguardia más rabiosa no tiene por qué estar peleada con las grandes dramaturgias. El autor fue la primera piedra sobre la que se levantó el arte teatral, alcanzando cotas de verdadera arquitectura moral de lo público, gracias a la integración de un discurso elaborado por el poeta dramático.
Samuel Beckett es uno de los mayores autores de la historia de la literatura universal. Fue un gran místico del escepticismo, y un apasionado del orden moral imperecedero que defiende siempre el teatro. Escribió hasta el final de su vida, y dicen sus íntimos que su muerte se aceleró por el disgusto que le dio la mismísima “Comédie Française”, representando equivocadamente una de sus piezas. Beckett no creía en lo social, pero sí confiaba en los hombres y en las palabras. Sus amigos fueron pocos, sus palabras tan esenciales como cada vez más escuetas.
La Compañía Ultramarinos de Lucas presenta en el acogedor teatro veraniego de la Sala El Canto de la Cabra, un montaje optimista, vitalizado, pero no por eso menos riguroso, de la obra más representativa de Beckett. Los directores Jonathan Young y Juan L. Berzal consiguen imprimir un ritmo de silencios y subrayados mímicos o lumínicos a su puesta en escena de “Esperando a Godot”, y tallando unas precisas interpretaciones en sus intérpretes.
Quizás el ortodoxo encuentre demasiado colorista, juvenil, o incluso optimista, esta representación de una obra que al nacer se convirtió en clásico de la interrogación humana; pero el texto ha dado pie a un espectáculo de calidad, en el que la palabra de Beckett cabalga libre y vitalmente. Y me refiero a esa vida que alcanza el teatro cuando todos los detalles de la obra están cuidados, como el vestuario, la manipulación del espacio inundando de tierra el olivo natural de la escena, el ritmo inquietante que imprimen los silencios, o la impronta cíclica y cobarde de sus protagonistas. Unos vagabundos filosóficos que habitan -desde hace décadas- en un páramo suburbano, junto a un basurero local.
Dentro de la ajustada interpretación del reparto destaca con grandes dotes interpretativas, Jorge Padín dando nervio y tensión dramática a Vladimir. Juan L. Berzal realiza un trabajo brillante en el rol de Pozzo. Juan Monedero como Estragón y Ángel Simón en el desagradecido y efectista papel del esclavo Lucky, completan el acertado reparto.