"La agonía de Proserpina”. De Javier Tomeo. Dirección: Felix Prader. Escenografía y vestuario: Gerard Gollnhofer. Reparto: Beatriz Ortega. Balbino Lacosta. Espacio sonoro: Francisco Aguarod. Madrid. Teatro de la Abadía. 10-6-2003.
Desde que el padre Ubú inauguró el teatro de vanguardia con su fabulosa “mierdra” (salida de la pluma de Alfred Jarry), el verbo dramático no ha dejado de morderse la cola buscando una expresión rabiosa de novedad. El teatro vanguardista no está interesado en reproducir la realidad, sino en crear un mundo paralelo al cotidiano, donde todo se rige por la voluntad intransferible del artista.
No es Javier Tomeo un cronista aplicado y convencional del devenir histórico, sino más bien su oráculo, su médium, o su intérprete. No puede adoptarse una posición más adecuada, para afrontar los misteriosos recovecos de la comunicación teatral.
En “La caída de Proserpina” el autor aragonés vuelve a introducirnos en su particular turbina dramática de reflejos y paradojas. No es la historia de una pareja encerrada en una casa, discutiendo por las formas de afrontar su relación, sino un par de insectos teatrales diseccionados por el autor. Tomeo modela sus personajes como si los reconstruyera, tras haberlos pasado por una máquina de picar; así de monstruosas y míticas nacen sus criaturas dramáticas. Anita es una “Lolita” bella, ingenua y sexual, sometida a las presiones tortuosas de un novio escritor, obsesionado con la escritura. Obliga a la muchacha a interpretar todos los pasajes de la novela inspirada en ellos mismos. “La realidad imita al arte”, parece ser la consigna victoriosa del furibundo escritor.
Sobre esta partitura sincopada de Tomeo, el director Felix Prader realiza un impecable trabajo de puesta en escena. La potencia plástica del espacio escénico de Gerard Gollnhofer, y la riqueza dele spacio sonoro de Francisco Aguarod, favorecen la claustrofobia simbólica por la que sobrevuelan peligrosamente los protagonistas. El sentido de oratorio y ceremonia que impregna el montaje sirve en perfecta bandeja el azuzante y zumbeante teatro del autor.
Beatriz Ortega está deliciosa, bella y sintonizada con la suntuosa puesta en escena; su compañero Balbino Lacosta encaja con desquiciada precisión en el neurótico personaje del escritor.
Debido a su consistente factura escénica y a su voluntad de regeneración teatral, el montaje de “La agonía de Proserpina” es un espectáculo recomendable para los más exigentes y curiosos espectadores de teatro, aunque no sea quizás lo que espere cualquier paladar convencional. Por otra parte, ejemplifica lo que debe ser la tarea de un teatro público autonómico como el Centro Dramático de Aragón, que presenta en Madrid esta interesante nueva entrega de Javier Tomeo. El público aplaudió a los intérpretes y el director, y al autor que salió a saludar la noche del estreno.
Desde que el padre Ubú inauguró el teatro de vanguardia con su fabulosa “mierdra” (salida de la pluma de Alfred Jarry), el verbo dramático no ha dejado de morderse la cola buscando una expresión rabiosa de novedad. El teatro vanguardista no está interesado en reproducir la realidad, sino en crear un mundo paralelo al cotidiano, donde todo se rige por la voluntad intransferible del artista.
No es Javier Tomeo un cronista aplicado y convencional del devenir histórico, sino más bien su oráculo, su médium, o su intérprete. No puede adoptarse una posición más adecuada, para afrontar los misteriosos recovecos de la comunicación teatral.
En “La caída de Proserpina” el autor aragonés vuelve a introducirnos en su particular turbina dramática de reflejos y paradojas. No es la historia de una pareja encerrada en una casa, discutiendo por las formas de afrontar su relación, sino un par de insectos teatrales diseccionados por el autor. Tomeo modela sus personajes como si los reconstruyera, tras haberlos pasado por una máquina de picar; así de monstruosas y míticas nacen sus criaturas dramáticas. Anita es una “Lolita” bella, ingenua y sexual, sometida a las presiones tortuosas de un novio escritor, obsesionado con la escritura. Obliga a la muchacha a interpretar todos los pasajes de la novela inspirada en ellos mismos. “La realidad imita al arte”, parece ser la consigna victoriosa del furibundo escritor.
Sobre esta partitura sincopada de Tomeo, el director Felix Prader realiza un impecable trabajo de puesta en escena. La potencia plástica del espacio escénico de Gerard Gollnhofer, y la riqueza dele spacio sonoro de Francisco Aguarod, favorecen la claustrofobia simbólica por la que sobrevuelan peligrosamente los protagonistas. El sentido de oratorio y ceremonia que impregna el montaje sirve en perfecta bandeja el azuzante y zumbeante teatro del autor.
Beatriz Ortega está deliciosa, bella y sintonizada con la suntuosa puesta en escena; su compañero Balbino Lacosta encaja con desquiciada precisión en el neurótico personaje del escritor.
Debido a su consistente factura escénica y a su voluntad de regeneración teatral, el montaje de “La agonía de Proserpina” es un espectáculo recomendable para los más exigentes y curiosos espectadores de teatro, aunque no sea quizás lo que espere cualquier paladar convencional. Por otra parte, ejemplifica lo que debe ser la tarea de un teatro público autonómico como el Centro Dramático de Aragón, que presenta en Madrid esta interesante nueva entrega de Javier Tomeo. El público aplaudió a los intérpretes y el director, y al autor que salió a saludar la noche del estreno.
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