martes, 29 de junio de 2010

LOS VERDUGOS DEL SUEÑO


"Once upon a time in west asphixia”. De Angélica Liddell. Dirección y escenario: Angélica González. Reparto: Gumersindo Puche. Angélica García. Iluminación: Oscar Villegas. Banda sonora: José Carreiro. Vídeo: Salva Martínez. Vestuario: Gabriela Hilario. Madrid. Teatro Pradillo.

Dejar clavado al público en sus butacas, es una rara virtud que viene demostrando desde hace años la compañía madrileña Atra Bilis, encabezada por Angélica González, acompañada por los talentos de Oscar Villegas y Gumersindo Puche. Villegas pinta con focos las atmósferas ceremoniales de la obra; sólo con sus luces, está servido el misterio antes de que comiencen a hablar los intérpretes. Puche es un actor intenso, raro, fakir y muñeco desnaturalizado, que aporta un enigma patético a sus personajes. Por su parte, la compleja personalidad teatral de Angélica se multiplica en su triple faceta de autora, intérprete y directora.
En su último montaje, “Once upon a time ...”, la representación que se construye alrededor del texto, va siendo cada vez más potente en su bien calculada megalomanía objetual y escenográfica. Su propuesta escénica es tan personal como sincera. Hacen este teatro, porque es el que les sale de dentro, de sus imaginaciones, sueños e inventos; no porque esté de moda, o porque sea fácilmente escandaloso y exportable. El peligro que corren los brillantes espectáculos de Atra bilis es que terminen pareciéndose demasiado entre ellos. Desde “La falsa suicida” (2000), poco han avanzado sus propuestas, por muy estimulantes que resulte visualizarlas.
En “Once upon a time ...” (una parodia negra y amarga de nuestra comedida y falsamente puritana civilización) más de la mitad del texto se escucha grabado en audio o en vídeo; es una rémora para la palabra dramática. Las frases que más huella dejan en el público son las que proclaman tan rotundamente los actores en escena, y que no son precisamente las consignas más afortunadas de la obra. Exigir responsabilidades directas de esta vorágine que nos lleva, a los padres y a los profesores -presentados como verdugos del sueño- resulta como mínimo, ingenuo. Confundir a otras víctimas con los ejecutores entraña un serio peligro para los contenidos del espectáculo.
Quizás la autora debería profundizar en su discurso, y preocuparse más de que se entienda su hermosa palabra dramática, en lugar de seguir explorando ávidamente la voracidad elocuente de los objetos, de los espejos, o de los reflejos, porque -en definitiva- éstos representan los trucos y las apariencias del teatro, y no su parte más ambigua, paradójica y reveladora.

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