"Las islas del tiempo”. De y dirigido por: Antonio Fernández Lera. Espacio escénico: Rodrigo García. Iluminación: Carlos Marquerie. Movimiento: Elena Córdoba. Reparto: M. A. Altet. Sara M. Sanz. Raquel Sánchez. Marisa Amor. Ana L. Erdozain. Madrid. Sala Cuarta Pared.
El conocimiento de la identidad propia es uno de los grandes motores del alma humana. Saber quiénes somos ha permitido a los seres humanos construir la Historia. La determinación del origen establece el centro de gravedad de nuestro paisaje moral. Los hijos de desaparecidos, posteriormente adoptados por otras familias, que los mantuvieron en la ignorancia de su pasado, es el tema que conduce “Las islas del tiempo” de A. F. Lera. No puede ser más oportuno. Lo ocurrido en Argentina hace unas décadas, (aunque el autor abstraiga la geografía física del conflicto) es pura carne de tragedia; Edipo podría confirmarlo.
Fernández Lera escribe y pone en escena un oratorio del combate de la identidad, que mantiene una joven reclamada por sus abuelos sanguíneos, entre su presente ficticio y su verdad natural. Los textos son sintéticos, precisos, con voluntad poética. No puede calibrarse certeramente su dramaticidad, porque no son interpretados en escena, sino salmodiados, recitados, pronunciados con naturalidad, aunque estén diciendo atrocidades. Parece que la emoción y la teatralidad se han reservado para las transiciones coreográficas, donde Elena Córdoba hace moverse a los intérpretes más con conceptos que movimientos. En lo referente a la expresividad de estas convulsiones y varapalos que sufren los cuerpos de los actores, están muy conseguidos. Les ayuda la calidad de la banda sonora seleccionada, con piezas de música de cámara para violín y piano, junto a algunas incursiones dodecafónicas.
El ámbito escénico creado por Rodrigo García con el escenario vacío, cuatro sillas y un mural de velas encendidas, favorece la espiritualidad ritual de la propuesta.
En “las islas del tiempo” todo está bien calculado, bien dosificado, la compañía bien elegida entre cómplices, y los criterios son muy coherentes. Unos pocos espectadores abandonaron la sala. Este buen trabajo escénico corre el riesgo de hacerse más pesado y pedante que polémico y provocador. Podrían seleccionar más radicalmente sus propuestas. Sobran escenas para contar lo mismo. Se aventuran a desinteresar al espectador con tanta frialdad re-distanciada. Y pone en evidencia que en teatro, menos es siempre más.
Al final de la representación, la noche del estreno, un público familiar y afín, aplaudió a los intérpretes, con el consabido entusiasmo.
El conocimiento de la identidad propia es uno de los grandes motores del alma humana. Saber quiénes somos ha permitido a los seres humanos construir la Historia. La determinación del origen establece el centro de gravedad de nuestro paisaje moral. Los hijos de desaparecidos, posteriormente adoptados por otras familias, que los mantuvieron en la ignorancia de su pasado, es el tema que conduce “Las islas del tiempo” de A. F. Lera. No puede ser más oportuno. Lo ocurrido en Argentina hace unas décadas, (aunque el autor abstraiga la geografía física del conflicto) es pura carne de tragedia; Edipo podría confirmarlo.
Fernández Lera escribe y pone en escena un oratorio del combate de la identidad, que mantiene una joven reclamada por sus abuelos sanguíneos, entre su presente ficticio y su verdad natural. Los textos son sintéticos, precisos, con voluntad poética. No puede calibrarse certeramente su dramaticidad, porque no son interpretados en escena, sino salmodiados, recitados, pronunciados con naturalidad, aunque estén diciendo atrocidades. Parece que la emoción y la teatralidad se han reservado para las transiciones coreográficas, donde Elena Córdoba hace moverse a los intérpretes más con conceptos que movimientos. En lo referente a la expresividad de estas convulsiones y varapalos que sufren los cuerpos de los actores, están muy conseguidos. Les ayuda la calidad de la banda sonora seleccionada, con piezas de música de cámara para violín y piano, junto a algunas incursiones dodecafónicas.
El ámbito escénico creado por Rodrigo García con el escenario vacío, cuatro sillas y un mural de velas encendidas, favorece la espiritualidad ritual de la propuesta.
En “las islas del tiempo” todo está bien calculado, bien dosificado, la compañía bien elegida entre cómplices, y los criterios son muy coherentes. Unos pocos espectadores abandonaron la sala. Este buen trabajo escénico corre el riesgo de hacerse más pesado y pedante que polémico y provocador. Podrían seleccionar más radicalmente sus propuestas. Sobran escenas para contar lo mismo. Se aventuran a desinteresar al espectador con tanta frialdad re-distanciada. Y pone en evidencia que en teatro, menos es siempre más.
Al final de la representación, la noche del estreno, un público familiar y afín, aplaudió a los intérpretes, con el consabido entusiasmo.
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