"Doce hombres sin piedad", de Reginald Rose. Dirección: Ángel García Moreno . Reparto: Juan José Otegui. Alberto Delgado. Fernando Delgado. Juan Gea. Alfredo Alba. Enrique Simón. Manuel Zarzo. José Pedro Carrión. Pablo Sanz. José María Escuer. Conrado San Martín. Tony Isbert. Paco Paredes. Escenografía: Luis Ramírez. Iluminación: Freddy Gerlache. Vestuario: José Miguel Ligero. Madrid. Teatro Fígaro. 14-9-2001.
"Doce hombres sin piedad" es una obra calada en la memoria del público español, gracias a su representación televisiva en los históricos "Estudios 1". No es una obra más, sino un raro crisol donde se aglutina una forma de ver la vida, desde América, desde Nueva York, en los años cincuenta, como paradójico mirador del mundo. La atmósfera moral de los personajes fluctúa por el mismo universo dramático de Arthur Miller, e incluso Tennessee Williams. Pero "Doce hombres sin piedad" es un cóctel irrepetible con sabor a esos tristísimos cuadros de Edward Hopper, donde se retrata la parte más sórdida y solitaria de las aisladas criaturas de las ciudades.
El estreno de esta obra, que fue escrita en 1954 por Reginald Rose para televisión, es un doble acontecimiento de la memoria teatral, sabemos que la protagonizaron impecables actores como Henry Fonda, Jack Lemmon, o Henry Fonda; y entre nosotros, recordamos a José María Rodero y José Bódalo. En la versión actual se produce un extraño milagro que casi podríamos considerar de interés antropológico para el teatro español: en la escena del Fígaro se reúnen cuatro generaciones de actores españoles. Es todo un acontecimiento teatral difícil de repetirse.
Ángel García Moreno ha manejado con maestría su batuta de director, desde la selección del reparto hasta la minuciosa interpretación de todo el reparto.
El texto de Reginald Rose -eficazmente versionado por Nacho Artime- dibuja un retrato coral con un corifeo (interpretado con prosopopeya por José Pedro Carrión), y un antagonista principal, al que da vida magistralmente Fernando Delgado. El actor demuestra una categoría y una sensibilidad artística profunda. Pocas veces se ve en escena a un actor con tanta capacidad de conmover al público como esta antológica interpretación de Fernando Delgado, digna de todos los premios venideros. Pablo Sanz, José María Escuer y Conrado San Martín interpretan a unos ancianos enfrentados, con tal experiencia escénica de las tablas a sus espaldas, que todos los jóvenes actores y estudiantes deberían ir a aprender de esta lección magistral de historia de la interpretación teatral española.
Manolo Zarzo es el bufón de este jurado, y le da profundidad y frescura a su dinámico personaje. Otegui demuestra su sabiduría y templanza escénica habituales; y la batería de actores más jóvenes como Tony Isbert, Juan Gea, Enrique Simón, Alberto Delgado o Alfredo Alba, ofrecen, de nuevo, su calidad interpretativa.
Si la obra es una intensa reflexión sobre la liviandad moral de los humanos en su aproximación a la justicia y a los actos trascendentales de sus vidas, es a la vez un curioso artefacto dramático. Encerrar a doce hombres sin piedad en una misma sala, es todo un experimento científico para detectar una radiografía certera del alma contemporánea. Pero, por encima del valor de su discurso, (este montaje del que ningún amante del teatro debía privarse), viene a demostrar que sus actores son el mejor patrimonio del teatro español.
"Doce hombres sin piedad" es una obra calada en la memoria del público español, gracias a su representación televisiva en los históricos "Estudios 1". No es una obra más, sino un raro crisol donde se aglutina una forma de ver la vida, desde América, desde Nueva York, en los años cincuenta, como paradójico mirador del mundo. La atmósfera moral de los personajes fluctúa por el mismo universo dramático de Arthur Miller, e incluso Tennessee Williams. Pero "Doce hombres sin piedad" es un cóctel irrepetible con sabor a esos tristísimos cuadros de Edward Hopper, donde se retrata la parte más sórdida y solitaria de las aisladas criaturas de las ciudades.
El estreno de esta obra, que fue escrita en 1954 por Reginald Rose para televisión, es un doble acontecimiento de la memoria teatral, sabemos que la protagonizaron impecables actores como Henry Fonda, Jack Lemmon, o Henry Fonda; y entre nosotros, recordamos a José María Rodero y José Bódalo. En la versión actual se produce un extraño milagro que casi podríamos considerar de interés antropológico para el teatro español: en la escena del Fígaro se reúnen cuatro generaciones de actores españoles. Es todo un acontecimiento teatral difícil de repetirse.
Ángel García Moreno ha manejado con maestría su batuta de director, desde la selección del reparto hasta la minuciosa interpretación de todo el reparto.
El texto de Reginald Rose -eficazmente versionado por Nacho Artime- dibuja un retrato coral con un corifeo (interpretado con prosopopeya por José Pedro Carrión), y un antagonista principal, al que da vida magistralmente Fernando Delgado. El actor demuestra una categoría y una sensibilidad artística profunda. Pocas veces se ve en escena a un actor con tanta capacidad de conmover al público como esta antológica interpretación de Fernando Delgado, digna de todos los premios venideros. Pablo Sanz, José María Escuer y Conrado San Martín interpretan a unos ancianos enfrentados, con tal experiencia escénica de las tablas a sus espaldas, que todos los jóvenes actores y estudiantes deberían ir a aprender de esta lección magistral de historia de la interpretación teatral española.
Manolo Zarzo es el bufón de este jurado, y le da profundidad y frescura a su dinámico personaje. Otegui demuestra su sabiduría y templanza escénica habituales; y la batería de actores más jóvenes como Tony Isbert, Juan Gea, Enrique Simón, Alberto Delgado o Alfredo Alba, ofrecen, de nuevo, su calidad interpretativa.
Si la obra es una intensa reflexión sobre la liviandad moral de los humanos en su aproximación a la justicia y a los actos trascendentales de sus vidas, es a la vez un curioso artefacto dramático. Encerrar a doce hombres sin piedad en una misma sala, es todo un experimento científico para detectar una radiografía certera del alma contemporánea. Pero, por encima del valor de su discurso, (este montaje del que ningún amante del teatro debía privarse), viene a demostrar que sus actores son el mejor patrimonio del teatro español.
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