"La llamada de Lauren". De Paloma Pedrero. Dirección: Aitana Galán. Reparto: Natalia Barceló. Vicente Colomar. Escenografía: Carmen Arias. Iluminación: Alfonso Pazos. Selección musical: José Bau. Ayte. dirección: Blanca Baltés. Producción general: Robert Muro para Teatro del Alma. Madrid. Sala Cuarta Pared. 9-1-2002.
Los seres humanos somos criaturas simbólicas. Nuestra naturaleza esta intentando conciliar permanentemente el afán de eternidad que anida en nuestro espíritu; con ese animal tosco, que necesita alimentarse a diario y evacuar sus más sucios fluidos. A través de los sueños y los deseos recibimos iluminaciones certeras de ese combate interior que se libra por la trascendencia. La sexualidad es la escalera cósmica que puede conectar ambos planos superior y terrenal.
Nuestra civilización judeo-cristiana no expede muchos pasaportes para esos viajes astrales donde situar con precisión nuestros planetas interiores más ocultos, y que tanto pueden ayudar a conocernos y reconciliarnos con nuestra propia existencia. No se cultiva "la vida inferior", sin descubrir que ahí se encuentran los cimientos que sostienen nuestras emociones, nuestras señas de identidad particulares que nos hacen percibir el mundo de una forma concreta y estable.
"La llamada de Lauren", de la dramaturga Paloma Pedrero, se atreve a lanzar una escala de urgencia entre la vida y el escenario, para tratar acerca de los roles sexuales establecidos. Que esta obra produjera convulsiones en el público patrio hace casi veinte años no sorprende. El país que acuñó el término "macho ibérico" no puede ver con tranquilidad a un hombre que se aprovecha de la libertad permisiva de una noche de Carnaval, para dar rienda suelta a sus más anhelados fantasmas.
Pedro, el protagonista de la obra, se viste casi de Gilda -el arquetipo de la seducción femenina cinematográfica- para algo más que darle una sorpresa a su joven esposa, en una noche festiva de transgresiones. Rosa, al principio, sigue el juego como una excitante licencia carnavalesca, pero no se siente cómoda. La catarata de su miedos no está más que a punto de desbordarse. Lo que ella se temía, es una niñería comparado con lo que está sucediendo.
La autora pone en marcha valientemente, no sólo el escabroso tema de la identidad sexual masculina, sino que se vuelca en sus terribles consecuencias en la incomunicación de la pareja. El hombre que se quita su máscara de macho rebelde y violento, encierra terribles secretos. La hembra que sufre el abandono se muestra comprensiva, y por puro amor le pinta al marido los labios antes de que él se marche.
Aitana Galán sirve la representación en un escenario con cuatro caras. Dibuja muy bien las atmósferas dramáticas que el texto propicia; y consigue que Vicente Colomar y Natalia Barceló se estremezcan, desnudando su alma ante el silencio cómplice del público. Toda una ambientación musical cinematográfica, encabezada por la siempre sugestiva voz de Marlene Dietrich, aporta a la representación esa atmósfera mórbida y sofisticada de unas relaciones matrimoniales extravagantes, que parecen sólo posibles en las truculentas pantallas cinematográficas. El drama que desnuda la autora, es el de que sucede en demasiadas vidas, en demasiadas casas.
Los seres humanos somos criaturas simbólicas. Nuestra naturaleza esta intentando conciliar permanentemente el afán de eternidad que anida en nuestro espíritu; con ese animal tosco, que necesita alimentarse a diario y evacuar sus más sucios fluidos. A través de los sueños y los deseos recibimos iluminaciones certeras de ese combate interior que se libra por la trascendencia. La sexualidad es la escalera cósmica que puede conectar ambos planos superior y terrenal.
Nuestra civilización judeo-cristiana no expede muchos pasaportes para esos viajes astrales donde situar con precisión nuestros planetas interiores más ocultos, y que tanto pueden ayudar a conocernos y reconciliarnos con nuestra propia existencia. No se cultiva "la vida inferior", sin descubrir que ahí se encuentran los cimientos que sostienen nuestras emociones, nuestras señas de identidad particulares que nos hacen percibir el mundo de una forma concreta y estable.
"La llamada de Lauren", de la dramaturga Paloma Pedrero, se atreve a lanzar una escala de urgencia entre la vida y el escenario, para tratar acerca de los roles sexuales establecidos. Que esta obra produjera convulsiones en el público patrio hace casi veinte años no sorprende. El país que acuñó el término "macho ibérico" no puede ver con tranquilidad a un hombre que se aprovecha de la libertad permisiva de una noche de Carnaval, para dar rienda suelta a sus más anhelados fantasmas.
Pedro, el protagonista de la obra, se viste casi de Gilda -el arquetipo de la seducción femenina cinematográfica- para algo más que darle una sorpresa a su joven esposa, en una noche festiva de transgresiones. Rosa, al principio, sigue el juego como una excitante licencia carnavalesca, pero no se siente cómoda. La catarata de su miedos no está más que a punto de desbordarse. Lo que ella se temía, es una niñería comparado con lo que está sucediendo.
La autora pone en marcha valientemente, no sólo el escabroso tema de la identidad sexual masculina, sino que se vuelca en sus terribles consecuencias en la incomunicación de la pareja. El hombre que se quita su máscara de macho rebelde y violento, encierra terribles secretos. La hembra que sufre el abandono se muestra comprensiva, y por puro amor le pinta al marido los labios antes de que él se marche.
Aitana Galán sirve la representación en un escenario con cuatro caras. Dibuja muy bien las atmósferas dramáticas que el texto propicia; y consigue que Vicente Colomar y Natalia Barceló se estremezcan, desnudando su alma ante el silencio cómplice del público. Toda una ambientación musical cinematográfica, encabezada por la siempre sugestiva voz de Marlene Dietrich, aporta a la representación esa atmósfera mórbida y sofisticada de unas relaciones matrimoniales extravagantes, que parecen sólo posibles en las truculentas pantallas cinematográficas. El drama que desnuda la autora, es el de que sucede en demasiadas vidas, en demasiadas casas.
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