"La música". De Marguerite Duras. Versión y dirección: Jorge Eines. Compañías: Fedinchi y Carretera y Manta. Reparto: Natalia Millán. Jesús Noguero, y las voces de Juan Gea, Carmen Pardo y Carmen Vals. Escenografía y vestuario: Mónica Florensa. Iluminación: Felipe R. Gallego. Madrid. Festival de Otoño. Sala Ensayo 100. 24-10-2001.
Las rupturas matrimoniales son una suerte de catarsis en la biografía de los que las sufren. Igual que se dice que un moribundo vislumbra toda su vida, antes de expirar, esta muerte de la pareja produce colisiones y efectos similares en quien da por acabada su vida en común. La memoria comparece entonces con todo su esplendor guerrero, para activar la catarata de recuerdos comunes, a partir de una música, una prenda de ropa, unos muebles, una película, una vieja foto, una forma de bajar la cabeza.
En "La música" ("La musique deuxième") Marguerite Duras reúne a este pareja que acaba de rematar los tramites de su divorcio, en un hotel de París donde -años antes- ambos vivieron una larga temporada matrimonial. La palabra y la pantalla visionaria de los recuerdos, arrastrados por una música obsesiva y metálica atrapan a los personajes en la bodega del sueño, discutiendo y rememorando los tiempos y las cosas que los unieron. La música les atrapa y les revuelve las tripas, como pidiendo una segunda oportunidad, una reconciliación tardía, un proyecto -al menos- de reencuentro.
El lenguaje de la autora es inteligente, la obra avanza, retrocediendo en las vidas de ambos. Se rebobina para que conozcamos quiénes fueron, qué pudo unirlos, o peor aún separarlos. El personaje femenino resulta estrambótico y poco convencional, de una belleza singular; el ex esposo resulta más infiel, olvidadizo y convencional.
El director Jorge Eines escarba y construye el hormiguero escénico y psicológico por el que el público transita durante la representación. Igual que en la técnica naturalista de Zola, dos seres casi convencionales se observan con una lupa de aumento, como si fueran dos pequeños insectos que a todos nos representan. Sin embargo, no aporta esta obra ningún elemento de reflexión original e impactante, que permita hacer avanzar el lenguaje dramático. Todo es correcto, sencillo, previsible, sin grandes giros ni sorpresas.
Natalia Millán está muy bella en escena, y aprieta a fondo el acelerador de la interpretación, manejando con soltura y convicción sus recursos vocales y emocionales. La obra alcanza su cumbre emotiva cuando su personaje describe la tortura que resulta para una mujer, la primera infidelidad cometida. Jesús Noguero da vida al esposo, más empeñado que ella en seguir ese espejismo que se vislumbra de dar una segunda oportunidad a la pareja rota. Se adapta bien a los altibajos emocionales que plantea el texto.
La escenografía de Mónica Florensa intelectualiza el espacio de un salón de viejo hotel parisino, con un sistema de paneles y pantallas, donde se proyecta un dibujo tortuoso del hotel -de Quique Santana- como pintado por un niño, o por Van Gogh. Este espacio permite un sabroso juego de luces y sombras, en las que la representación alcanza sus más altas cotas de teatralidad.
Las rupturas matrimoniales son una suerte de catarsis en la biografía de los que las sufren. Igual que se dice que un moribundo vislumbra toda su vida, antes de expirar, esta muerte de la pareja produce colisiones y efectos similares en quien da por acabada su vida en común. La memoria comparece entonces con todo su esplendor guerrero, para activar la catarata de recuerdos comunes, a partir de una música, una prenda de ropa, unos muebles, una película, una vieja foto, una forma de bajar la cabeza.
En "La música" ("La musique deuxième") Marguerite Duras reúne a este pareja que acaba de rematar los tramites de su divorcio, en un hotel de París donde -años antes- ambos vivieron una larga temporada matrimonial. La palabra y la pantalla visionaria de los recuerdos, arrastrados por una música obsesiva y metálica atrapan a los personajes en la bodega del sueño, discutiendo y rememorando los tiempos y las cosas que los unieron. La música les atrapa y les revuelve las tripas, como pidiendo una segunda oportunidad, una reconciliación tardía, un proyecto -al menos- de reencuentro.
El lenguaje de la autora es inteligente, la obra avanza, retrocediendo en las vidas de ambos. Se rebobina para que conozcamos quiénes fueron, qué pudo unirlos, o peor aún separarlos. El personaje femenino resulta estrambótico y poco convencional, de una belleza singular; el ex esposo resulta más infiel, olvidadizo y convencional.
El director Jorge Eines escarba y construye el hormiguero escénico y psicológico por el que el público transita durante la representación. Igual que en la técnica naturalista de Zola, dos seres casi convencionales se observan con una lupa de aumento, como si fueran dos pequeños insectos que a todos nos representan. Sin embargo, no aporta esta obra ningún elemento de reflexión original e impactante, que permita hacer avanzar el lenguaje dramático. Todo es correcto, sencillo, previsible, sin grandes giros ni sorpresas.
Natalia Millán está muy bella en escena, y aprieta a fondo el acelerador de la interpretación, manejando con soltura y convicción sus recursos vocales y emocionales. La obra alcanza su cumbre emotiva cuando su personaje describe la tortura que resulta para una mujer, la primera infidelidad cometida. Jesús Noguero da vida al esposo, más empeñado que ella en seguir ese espejismo que se vislumbra de dar una segunda oportunidad a la pareja rota. Se adapta bien a los altibajos emocionales que plantea el texto.
La escenografía de Mónica Florensa intelectualiza el espacio de un salón de viejo hotel parisino, con un sistema de paneles y pantallas, donde se proyecta un dibujo tortuoso del hotel -de Quique Santana- como pintado por un niño, o por Van Gogh. Este espacio permite un sabroso juego de luces y sombras, en las que la representación alcanza sus más altas cotas de teatralidad.
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