"Nada que contar”. De, dirigido e interpetado por Alberto Jiménez. Iluminación: Espacio escénico: Madrid. Sala El Canto de la Cabra. 9-6-2002.
Las propuestas escénicas de cierta entrecomillada vanguardia madrileña confunden la sinceridad que lleva en su médula cada proyecto creativo, con un naturalismo hiperrealista del que no se escapan nuestras excrecencias más privadas. Los excrementos bien es cierto que son un buen símbolo del combate moral que se celebra a diario en nuestras vidas, pero de ahí a que en sí mismos se conviertan en sustitutos del lenguaje, de la tesis, o del discurso de un trabajo escénico comprometido con su tiempo, hay una distancia.
Alberto Jiménez en su primera comparecencia como creador total, enfila las sendas del “teatro guarro” (cultivado por Rodrigo García, Carlos Marqueríe, o Angélica Liddel -ésta última, con gran humor y acierto-), aunque logra realizar una aportación más humanista que sus predecesores. El arte del actor consciente de su oficio sostiene esta propuesta escénica, donde el actor creador se somete a una especie de terapia dramática de sus miedos y sus fobias, e incluso de sus placeres prohibidos.
Jiménez conoce e intuye las claves de la naturaleza dramática desde adentro del escenario, y reflexiona y explora sus límites, en este curioso, intenso y ceremonial espectáculo, con pocos antecedentes en la escena madrileña.
Temas como la soledad, la incomunicación, o la xenofobia gravitan sobre este feliz experimento escénico. Pero, al mismo tiempo, la razón de representar, la fascinación que despierta el jodido teatro, los nervios antes de la función, y la naturaleza íntima y obsesiva del actor, dan carne a una estructura teatral resistente. Las canciones seleccionadas para el montaje son así mismo otro eficaz reflejo de las obsesiones privadas del oficiante.
La excelente técnica vocal e interpretativa de Jiménez logra transmitir al público una emoción prístina, nueva, como recién nacida. La incorporación de músicos magrebíes al espectáculo es otra definición de intenciones de su discurso, y aporta el momento más climático de la representación.
Quizás la única reserva que podría hacerse a esta vía teatro obsesivamente monopersonal, es si no estará poniendo en peligro una de las cualidades más valiosas del teatro: la de ser un arte capaz de nutrirse de diferentes creatividades para lograr un resultado final colectivo.
Las propuestas escénicas de cierta entrecomillada vanguardia madrileña confunden la sinceridad que lleva en su médula cada proyecto creativo, con un naturalismo hiperrealista del que no se escapan nuestras excrecencias más privadas. Los excrementos bien es cierto que son un buen símbolo del combate moral que se celebra a diario en nuestras vidas, pero de ahí a que en sí mismos se conviertan en sustitutos del lenguaje, de la tesis, o del discurso de un trabajo escénico comprometido con su tiempo, hay una distancia.
Alberto Jiménez en su primera comparecencia como creador total, enfila las sendas del “teatro guarro” (cultivado por Rodrigo García, Carlos Marqueríe, o Angélica Liddel -ésta última, con gran humor y acierto-), aunque logra realizar una aportación más humanista que sus predecesores. El arte del actor consciente de su oficio sostiene esta propuesta escénica, donde el actor creador se somete a una especie de terapia dramática de sus miedos y sus fobias, e incluso de sus placeres prohibidos.
Jiménez conoce e intuye las claves de la naturaleza dramática desde adentro del escenario, y reflexiona y explora sus límites, en este curioso, intenso y ceremonial espectáculo, con pocos antecedentes en la escena madrileña.
Temas como la soledad, la incomunicación, o la xenofobia gravitan sobre este feliz experimento escénico. Pero, al mismo tiempo, la razón de representar, la fascinación que despierta el jodido teatro, los nervios antes de la función, y la naturaleza íntima y obsesiva del actor, dan carne a una estructura teatral resistente. Las canciones seleccionadas para el montaje son así mismo otro eficaz reflejo de las obsesiones privadas del oficiante.
La excelente técnica vocal e interpretativa de Jiménez logra transmitir al público una emoción prístina, nueva, como recién nacida. La incorporación de músicos magrebíes al espectáculo es otra definición de intenciones de su discurso, y aporta el momento más climático de la representación.
Quizás la única reserva que podría hacerse a esta vía teatro obsesivamente monopersonal, es si no estará poniendo en peligro una de las cualidades más valiosas del teatro: la de ser un arte capaz de nutrirse de diferentes creatividades para lograr un resultado final colectivo.
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