"Los misterios de la ópera" de Javier Tomeo. Dirección: Carles Alfaro. Geografías Teatro. Reparto: Jeaninne Mestre. Manuel Carlos Lillo. Emilio Gavira. Vestuario: Sonia Grande. Versión y espacio escénico: Carles Alfaro. Madrid. Teatro de La Abadía.
Tomeo es un surrealista ibérico, de buena cepa, en la mejor onda dramática de Arrabal, Nieva o cierto Gª Lorca. La vanguardia alcanza en él, altas cotas, por su destilación de las esencias. Es lógico pues, que hayan sido Francia y Alemania quienes hayan descubierto la naturaleza teatral de esta novelista, para exportarlo a España. En su nueva obra, Javier Tomeo utiliza la metáfora del subterráneo, para hablar del espacio mental del arte y el pensamiento; allí mora la voluntad del artista, junto al sexo y el deseo. Tomeo, a pesar de escribir como si contara el sueño de un marciano, ama a sus personajes; más bien se trasviste en ellos. Y esos hombres grises, y esa mujer brillante, son los alter egos en que se ha desdoblado el autor aragonés, para hablar del arte, para hablar de sí mismo como artista. En ese viejo afán demiúrgico del anciano, travestido de hembra lujuriosa, también alienta la locura de Dionisio, la semilla del teatro.
El director Carles Alfaro se ha planteado acertadamente dirigir el texto como un concierto para tres voces y otros ruidos; el carácter melo-absurdo-esperpéntico, o lo que es lo mismo, su naturaleza toméica, exigían esta musicalidad de la representación. Es una pena que el aburrimiento impregne de lagunas negras la representación. El interés decae, probablemente, más por razones escénicas que dramatúrgicas. Si se han afinado bien las voces, no parece ponerse en evidencia -con la misma nitidez- el relieve de las situaciones dramáticas, necesarias para "humanizar" un texto tan simbólico, traslúcido, y caleidoscópico.
Jeaninne Mestre pone altas cotas a su trabajo interpretativo, coquetea con el virtuosismo, sin conseguir del todo dominarlo. Es de agradecer este esfuerzo vocal de una actriz que intuye hasta donde se debe llegar. El brillante ujier que interpreta Emilio Gavira, es otro guiño aliñado, al mundo infrateatral del circo, las varietés y la revista. Manuel C. Lillo, empasta la grisura de su personaje de juez interrogante. El traje para Grunilda, de Sonia Grande, es en sí mismo, toda una escenografía. Que la obra se desarrolle en los sótanos de un teatro, es también otro valor metafórico definitivo. Lo que se cuece en las profundidades marginales del Averno teatral, está mucho más vivo, y se mantiene mucho más apasionado, que mucho facineroso cadáver gris-plata, de la superficie. En esta filosofía marginal, radica la autoridad moral del texto.
Tomeo es un surrealista ibérico, de buena cepa, en la mejor onda dramática de Arrabal, Nieva o cierto Gª Lorca. La vanguardia alcanza en él, altas cotas, por su destilación de las esencias. Es lógico pues, que hayan sido Francia y Alemania quienes hayan descubierto la naturaleza teatral de esta novelista, para exportarlo a España. En su nueva obra, Javier Tomeo utiliza la metáfora del subterráneo, para hablar del espacio mental del arte y el pensamiento; allí mora la voluntad del artista, junto al sexo y el deseo. Tomeo, a pesar de escribir como si contara el sueño de un marciano, ama a sus personajes; más bien se trasviste en ellos. Y esos hombres grises, y esa mujer brillante, son los alter egos en que se ha desdoblado el autor aragonés, para hablar del arte, para hablar de sí mismo como artista. En ese viejo afán demiúrgico del anciano, travestido de hembra lujuriosa, también alienta la locura de Dionisio, la semilla del teatro.
El director Carles Alfaro se ha planteado acertadamente dirigir el texto como un concierto para tres voces y otros ruidos; el carácter melo-absurdo-esperpéntico, o lo que es lo mismo, su naturaleza toméica, exigían esta musicalidad de la representación. Es una pena que el aburrimiento impregne de lagunas negras la representación. El interés decae, probablemente, más por razones escénicas que dramatúrgicas. Si se han afinado bien las voces, no parece ponerse en evidencia -con la misma nitidez- el relieve de las situaciones dramáticas, necesarias para "humanizar" un texto tan simbólico, traslúcido, y caleidoscópico.
Jeaninne Mestre pone altas cotas a su trabajo interpretativo, coquetea con el virtuosismo, sin conseguir del todo dominarlo. Es de agradecer este esfuerzo vocal de una actriz que intuye hasta donde se debe llegar. El brillante ujier que interpreta Emilio Gavira, es otro guiño aliñado, al mundo infrateatral del circo, las varietés y la revista. Manuel C. Lillo, empasta la grisura de su personaje de juez interrogante. El traje para Grunilda, de Sonia Grande, es en sí mismo, toda una escenografía. Que la obra se desarrolle en los sótanos de un teatro, es también otro valor metafórico definitivo. Lo que se cuece en las profundidades marginales del Averno teatral, está mucho más vivo, y se mantiene mucho más apasionado, que mucho facineroso cadáver gris-plata, de la superficie. En esta filosofía marginal, radica la autoridad moral del texto.
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