"Enrique IV". De Luigi Pirandello. Dirección: José Tamayo. Versión: Enrique Llovet. Reparto: José Sancho. Marisa de Leza. Juan Lombardero. Francisco Piquer. Bárbara Lluch. Álvaro García. Fernando Otero. Iñigo de la Iglesia. Gabriel Cuesta. Jordi Cadellans. Antonio Ramallo. Escenografía y vestuario: Pedro Moreno. Javier Roselló. Madrid. Teatro Bellas Artes. 5-2-2002.
Luigi Pirandello continúa en el siglo XX la línea mística por la que transitan los autos de Calderón y las tragedias griegas. El personaje es sustituido en toda su grandeza escénica por el símbolo, por el afán de trascendencia, por ser el teatro del cielo, donde Dios toma carne en el autor, y los hombres se presentan como virtudes o pecados, como víctimas o verdugos, como locos o cuerdos. El teatro de Pirandello podría emparentarse así con un género de teatro metafísico, en tanto que los dioses no tienen carne, son sólo pensamiento divino y alegórico. El dramaturgo italiano más intenso del S. XX aportó a la escena una reflexión sobre la vida y el teatro, desde el mismo escenario, que lo emparentaba directamente con las grandes preguntas formuladas por los primeros poetas trágicos atenienses. El ser humano es una marioneta movida por los hilos de los dioses titiriteros. El hombre se disfraza con máscara y coturnos, para elevarse y dialogar más dignamente con las divinidades: el teatro en su esencia sagrada y cívica.
Pirandello conocía los estudios de Jung y de Freud, acerca de la mente y de los sueños. Su teatro no lleva a escena unos hechos acontecidos, sino el proceso de pensamiento que los representa. No es acción física, es acción generada por el pensamiento. La línea de Pirandello conduciría a gran parte del teatro moderno del S. XX, desde Lorca hasta Beckett.
Por todo esto es oportunísima la elección de José Tamayo de volver a subir a escena una de las obras más importantes y menos representadas -entre nosotros- del genio dramático latino. "Enrique IV" (1922) está considerada como la más perfecta de las obras de Pirandello. Todo su deambular por el mundo de la aparente realidad, y la contundencia recurrente del sueño, se llevan al límite en este "Enrique IV", donde a través de la historia de un actor contemporáneo, que se siente y se comporta como el rey germánico medieval Enrique IV, rodeado por una compañía de actores que interpreta fielmente su personaje de cortesano, al tiempo que fuma un cigarrillo antes de la siguiente escena.
La teatralidad aumenta, (o disturba, según se mire) con que el presente histórico de Pirandello no coincida con el del espectador. La obra está ambientada en los años veinte, la acción dramática en el S. XI. Las dos se superponen para hablar de razón y locura, discernimiento de si es más vida la del loco, que la del cuerdo.
Pirandello estaba casado -por dinero- con una loca. Cansado de los problemas que ocasionaba su convivencia diaria con la locura, decidió sacarle rendimiento. La necesidad urdió la intensa maquinaria psicológica de su teatro, sus novelas y sus cuentos.
Tamayo demuestra una vez más su dominio de las reglas de la teatralidad. Desde que se alza el telón hay gran teatro. Para contar el drama se vale de un brillante grupo de intérpretes que encabeza José Sancho. El actor da brío y terrenalidad a su personaje, alcanzando momentos intensos, brillantes y profundos en la segunda parte. Marisa De Leza muestra una fina y vibrante fuerza dramática. La joven Bárbara Lluch posee una intensa belleza carnal que alimenta la profundidad sensual del drama.
El vestuario de Pedro Moreno de ricas calidades y audaces diseños, ayudan al plano onírico de la representación. Tras todo este juego de espejos entre la realidad y el escenario, late la fuerza del deseo y del amor.
La compañía fue ovacionada por el público, y su protagonista fue braveado entre cálidos e insistentes aplausos.
Luigi Pirandello continúa en el siglo XX la línea mística por la que transitan los autos de Calderón y las tragedias griegas. El personaje es sustituido en toda su grandeza escénica por el símbolo, por el afán de trascendencia, por ser el teatro del cielo, donde Dios toma carne en el autor, y los hombres se presentan como virtudes o pecados, como víctimas o verdugos, como locos o cuerdos. El teatro de Pirandello podría emparentarse así con un género de teatro metafísico, en tanto que los dioses no tienen carne, son sólo pensamiento divino y alegórico. El dramaturgo italiano más intenso del S. XX aportó a la escena una reflexión sobre la vida y el teatro, desde el mismo escenario, que lo emparentaba directamente con las grandes preguntas formuladas por los primeros poetas trágicos atenienses. El ser humano es una marioneta movida por los hilos de los dioses titiriteros. El hombre se disfraza con máscara y coturnos, para elevarse y dialogar más dignamente con las divinidades: el teatro en su esencia sagrada y cívica.
Pirandello conocía los estudios de Jung y de Freud, acerca de la mente y de los sueños. Su teatro no lleva a escena unos hechos acontecidos, sino el proceso de pensamiento que los representa. No es acción física, es acción generada por el pensamiento. La línea de Pirandello conduciría a gran parte del teatro moderno del S. XX, desde Lorca hasta Beckett.
Por todo esto es oportunísima la elección de José Tamayo de volver a subir a escena una de las obras más importantes y menos representadas -entre nosotros- del genio dramático latino. "Enrique IV" (1922) está considerada como la más perfecta de las obras de Pirandello. Todo su deambular por el mundo de la aparente realidad, y la contundencia recurrente del sueño, se llevan al límite en este "Enrique IV", donde a través de la historia de un actor contemporáneo, que se siente y se comporta como el rey germánico medieval Enrique IV, rodeado por una compañía de actores que interpreta fielmente su personaje de cortesano, al tiempo que fuma un cigarrillo antes de la siguiente escena.
La teatralidad aumenta, (o disturba, según se mire) con que el presente histórico de Pirandello no coincida con el del espectador. La obra está ambientada en los años veinte, la acción dramática en el S. XI. Las dos se superponen para hablar de razón y locura, discernimiento de si es más vida la del loco, que la del cuerdo.
Pirandello estaba casado -por dinero- con una loca. Cansado de los problemas que ocasionaba su convivencia diaria con la locura, decidió sacarle rendimiento. La necesidad urdió la intensa maquinaria psicológica de su teatro, sus novelas y sus cuentos.
Tamayo demuestra una vez más su dominio de las reglas de la teatralidad. Desde que se alza el telón hay gran teatro. Para contar el drama se vale de un brillante grupo de intérpretes que encabeza José Sancho. El actor da brío y terrenalidad a su personaje, alcanzando momentos intensos, brillantes y profundos en la segunda parte. Marisa De Leza muestra una fina y vibrante fuerza dramática. La joven Bárbara Lluch posee una intensa belleza carnal que alimenta la profundidad sensual del drama.
El vestuario de Pedro Moreno de ricas calidades y audaces diseños, ayudan al plano onírico de la representación. Tras todo este juego de espejos entre la realidad y el escenario, late la fuerza del deseo y del amor.
La compañía fue ovacionada por el público, y su protagonista fue braveado entre cálidos e insistentes aplausos.
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