"No son todos ruiseñores". De Lope de Vega. Versión: Yolanda Pallín. Dirección: Eduardo Vasco. Reparto: Fernando Sendino. Montse Díez. Lucía Quintana. Jose Luis Patiño. Francisco Rojas. Antonio Molero. Nuria Mencía. Escenografía y vestuario: Tatiana Hernández. Iluminación: M. A. Camacho. Audiovisuales: Andrés Beladiez. Madrid. Teatro de la Abadía. 4-5-2000
El dilema de cómo montar a los clásicos, genera sistemáticamente una duda metódica que ocasiona numerosos obstaculos en cualquier proceso de montaje. Tanto los temas de dicción del verso, como la versión a tijeretazo; las claves estéticas del montaje; o si irán o no, en vaqueros, los actores, el día del estreno.
Tras estas diatribas, resueltas en base a la originalidad o tradicionalismo de sus responsables escénicos, suele olvidarse en más de una ocasión, el aspecto esencial del "sentido", o la utilidad de representar esa obra y no otra, hoy en un teatro.
El montaje de "No todo son ruiseñores" navega entre este mar de preguntas irresueltas. La baza fuerte del espectáculo son las transiciones de las escenas; cuando -por fin- se culmina el acto y desparece el texto lopesco, el montaje parece relajarse. Vasco demuestra intuición escénica considerable, y serias lagunas a la hora de enfrentarse al texto, y traducir sus claves ocultas para crear una puesta en escena orgánica, y no caprichosa. Lope escribía en verso, con distintas estrofas, según el carácter de la escena. "Las décimas son buenas para lamentaciones amorosas", escribía el vate dramático. Cuando sus personajes, están a reventar de amor, se entregan a la austeridad reflexiva misteriosa y enigmática de un soneto.
El verso imprime un ritmo externo a la escena, que no asoma en esta representación de título lopesco. Los actores -en todo el primer acto- permanecen estáticos e indefinidos (sin actitud física); bajos de tono, y por tanto, aburridos. Aunque cuando llega la transición, bailan las luces, los trastos del escenario; y hasta los actores se mueven con más brío, que iluminados. La aparición de los actores cómicos de la obra, Nuria Mencía y Antonio Molero, comienza a dar vida a la escena. Jose Luis Patiño entona muy bien sus parlamentos, y desgrana con emoción contenida su soneto. El vestuario actual, los "moviles" sonando en escena; y los audiovisuales mal utilizados, (como un "hilo musical" de carácter plástico, sin ninguna repercusión en la dramaturgia de la pieza); intentan demostrar, ante todo, la actualidad con que se puede representar a Lope de Vega. No parece ése, un objetivo teatral muy claro; lo lícito es que el público se deleite con ese delicioso juego de enamorados ruiseñores que se siguen arrullando por encima de los siglos.
Resulta preocupante que la función comience a entonarse a partir de la mitad de la representación, porque exige del público mucha paciencia. A pesar de todo, los cómicos despiden la función entre los aplausos del respetable.
El dilema de cómo montar a los clásicos, genera sistemáticamente una duda metódica que ocasiona numerosos obstaculos en cualquier proceso de montaje. Tanto los temas de dicción del verso, como la versión a tijeretazo; las claves estéticas del montaje; o si irán o no, en vaqueros, los actores, el día del estreno.
Tras estas diatribas, resueltas en base a la originalidad o tradicionalismo de sus responsables escénicos, suele olvidarse en más de una ocasión, el aspecto esencial del "sentido", o la utilidad de representar esa obra y no otra, hoy en un teatro.
El montaje de "No todo son ruiseñores" navega entre este mar de preguntas irresueltas. La baza fuerte del espectáculo son las transiciones de las escenas; cuando -por fin- se culmina el acto y desparece el texto lopesco, el montaje parece relajarse. Vasco demuestra intuición escénica considerable, y serias lagunas a la hora de enfrentarse al texto, y traducir sus claves ocultas para crear una puesta en escena orgánica, y no caprichosa. Lope escribía en verso, con distintas estrofas, según el carácter de la escena. "Las décimas son buenas para lamentaciones amorosas", escribía el vate dramático. Cuando sus personajes, están a reventar de amor, se entregan a la austeridad reflexiva misteriosa y enigmática de un soneto.
El verso imprime un ritmo externo a la escena, que no asoma en esta representación de título lopesco. Los actores -en todo el primer acto- permanecen estáticos e indefinidos (sin actitud física); bajos de tono, y por tanto, aburridos. Aunque cuando llega la transición, bailan las luces, los trastos del escenario; y hasta los actores se mueven con más brío, que iluminados. La aparición de los actores cómicos de la obra, Nuria Mencía y Antonio Molero, comienza a dar vida a la escena. Jose Luis Patiño entona muy bien sus parlamentos, y desgrana con emoción contenida su soneto. El vestuario actual, los "moviles" sonando en escena; y los audiovisuales mal utilizados, (como un "hilo musical" de carácter plástico, sin ninguna repercusión en la dramaturgia de la pieza); intentan demostrar, ante todo, la actualidad con que se puede representar a Lope de Vega. No parece ése, un objetivo teatral muy claro; lo lícito es que el público se deleite con ese delicioso juego de enamorados ruiseñores que se siguen arrullando por encima de los siglos.
Resulta preocupante que la función comience a entonarse a partir de la mitad de la representación, porque exige del público mucha paciencia. A pesar de todo, los cómicos despiden la función entre los aplausos del respetable.
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