"Romeo y Julieta" de W. Shakespeare. Traducción: Pablo Neruda. Adaptación y dirección: Francisco Suárez. Director de Producción: Ramón Tamayo. Reparto: Raúl Peña. Inge Martín. Vicky Lagos. Francisco Merino. Jacobo Dicenta. Iñaki Arana. Escenografía y vestuario: Rafael Garrigós. Iluminación: Rafael Echeverz. Madrid. Centro Cultural de la Villa. 15-2-2000.
William Shakespeare está considerado como uno de los autores cumbres del teatro occidental. La grandeza de su obra radica en que tratando temas de otras épocas de la historia, habla a las mil maravillas sobre la sociedad de su tiempo. Su codificación fue tan
eficiente y tan poco maniquea, que permite que cada época pueda mirarse en sus obras como en el espejo cristalino de las aguas de un río. Desde que fueron escritas ya hablaban de nosotros; de los seres humanos que aman, desean, sufren y mueren. Las cosas esenciales apenas han cambiado. Representar una obra clásica como un hecho artistico autónomo, es absurda tarea museística, inútil para cualquier objetivo del teatro.
El espectáculo que Francisco Suárez ha montado a partir de la tragedia de los jóvenes amantes de Verona, no tiene razón de ser, podría decirse que es casi un acto gratuito: ni genera debate artístico, ni contiene discurso alguno que justifique su elección, ni su montaje. Podría decirse que es "un shakespeare" sin esqueleto, ni músculos que lo sustenten. Es una criatura amenazada de muerte desde antes de su estreno; a pesar del brío y la sensibilidad de algunos de sus jóvenes intérpretes. El trabajo de la adaptación, dirección, y plástica, está falto de rigor y coherencia, no configuran ninguna idea de montaje. Es un trabajo sin teoría, sin norte, sin brújula que encamine al espectador hacia ningún puerto final; lo que produde el efecto más funesto que pueda sufrir un patio de butacas: el aburrimiento, y -sobre todo- el desinterés del público por nada de lo que ocurre en escena. El espectáculo no transpira un ápice de emoción, no hay energía, ni ritmo que pueda sugerir el más mínimo asomo de vida escénica. Rafael Garrigós, (que "viste bonitos" a los personajes), no construye un verdadero espacio escénico. Se echa en falta originalidad, sintaxis, y rendimiento -al servicio de la representación- de los "trastos" que se ponen en escena, no sólo para que adornen, o para que recuerden a las esculturas del santón de la escultura vasca: Jorge Oteiza.
Quizás estos "espectáculos descerebrados" que nacen en nuestros escenarios, sean hijos de los excesos de la "cultura de la imagen" que sufrimos; pero, en definitiva, funcionan como las procesionarias: enferman el saludable pino del teatro.
William Shakespeare está considerado como uno de los autores cumbres del teatro occidental. La grandeza de su obra radica en que tratando temas de otras épocas de la historia, habla a las mil maravillas sobre la sociedad de su tiempo. Su codificación fue tan
eficiente y tan poco maniquea, que permite que cada época pueda mirarse en sus obras como en el espejo cristalino de las aguas de un río. Desde que fueron escritas ya hablaban de nosotros; de los seres humanos que aman, desean, sufren y mueren. Las cosas esenciales apenas han cambiado. Representar una obra clásica como un hecho artistico autónomo, es absurda tarea museística, inútil para cualquier objetivo del teatro.
El espectáculo que Francisco Suárez ha montado a partir de la tragedia de los jóvenes amantes de Verona, no tiene razón de ser, podría decirse que es casi un acto gratuito: ni genera debate artístico, ni contiene discurso alguno que justifique su elección, ni su montaje. Podría decirse que es "un shakespeare" sin esqueleto, ni músculos que lo sustenten. Es una criatura amenazada de muerte desde antes de su estreno; a pesar del brío y la sensibilidad de algunos de sus jóvenes intérpretes. El trabajo de la adaptación, dirección, y plástica, está falto de rigor y coherencia, no configuran ninguna idea de montaje. Es un trabajo sin teoría, sin norte, sin brújula que encamine al espectador hacia ningún puerto final; lo que produde el efecto más funesto que pueda sufrir un patio de butacas: el aburrimiento, y -sobre todo- el desinterés del público por nada de lo que ocurre en escena. El espectáculo no transpira un ápice de emoción, no hay energía, ni ritmo que pueda sugerir el más mínimo asomo de vida escénica. Rafael Garrigós, (que "viste bonitos" a los personajes), no construye un verdadero espacio escénico. Se echa en falta originalidad, sintaxis, y rendimiento -al servicio de la representación- de los "trastos" que se ponen en escena, no sólo para que adornen, o para que recuerden a las esculturas del santón de la escultura vasca: Jorge Oteiza.
Quizás estos "espectáculos descerebrados" que nacen en nuestros escenarios, sean hijos de los excesos de la "cultura de la imagen" que sufrimos; pero, en definitiva, funcionan como las procesionarias: enferman el saludable pino del teatro.
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